Afganistan, feminismos y desafios pendientes

Por Mayra Soledad Valcarcel, integrante de la Colectiva de Antropologas Feministas , IIEGE-UBA.

Mundo 08 de septiembre de 2021 Agencia Télam
Por Mayra Soledad Valcarcel, integrante de la Colectiva de Antropólogas Feministas (CAF), IIEGE-UBA.

Referirnos a la situación y los derechos de las mujeres -y no sólo de ellas, sino, también, de la niñez, las disidencias sexuales, minorías étnicas y religiosas- en Afganistán nos obliga a considerar un sinfín de factores locales y exógenos imposibles de abarcar en estas líneas. Tan sólo imaginemos que este país, sin salida al mar, pero con una ubicación estratégica dentro de Asia, se independizó de Reino Unido en 1919 y desde entonces atravesó las modalidades más diversas de administración y el asedio de diferentes fuerzas extranjeras. El régimen talibán entre 1996 y 2001 fue precedido por una extensa guerra civil que involucró, entre otros actores, a los muyahidines y el ejército soviético. Seguido, por la ocupación de las fuerzas de la OTAN lideradas por Estados Unidos en su "guerra contra el terror".
No podemos obviar la codicia por su reserva de hidrocarburos y minerales (hoy en día el litio), el hecho de quiénes y cómo financian los grupos islamistas o aquello que los talibán interpretan e implementan como "ley islámica" en consonancia con la peculiar instrumentalización y politización que emprenden de la religión.
Si queremos, entonces, aproximarnos, aunque sea tímida y fugazmente, a las múltiples agencias de las mujeres afganas, debemos situarnos en su cartografía. Aquella delimitada entre el colonialismo, la occidentalización, el nacionalismo, los procesos de "modernización desde arriba" y la religión al igual que sucede en otros países de la región. Una configuración atravesada, además, por la clase, las desigualdades entre áreas rurales y urbanas, la manipulación de las alianzas y disputas étnicas, la lealtad y estructuración grupal, el rol de la asamblea o consejo de los líderes, las distintas organizaciones de la sociedad civil y, por supuesto, la intervención extranjera.
Esta última no sólo ha implicado la ocupación militar, sino también la injerencia a nivel político-económico y el desarrollo de programas humanitarios de asistencia y "empoderamiento" promovidos por organismos internacionales. Se señalan algunas mejoras, especialmente en el ámbito educativo, dentro de los núcleos urbanos. Sin embargo, la retirada estadounidense y el (re)ascenso talibán reveló el fracaso del presunto "proyecto de liberación y reconstrucción".
Esto pone el acento sobre cómo los derechos de las mujeres y de género pueden ser instrumentalizados para legitimar ocupaciones y perpetuar fantasías e imaginarios (neo)orientalistas. Pensemos, por ejemplo, el tiempo que pasamos preguntándonos acerca del origen del velo, cuánto debe cubrir, si es obligatorio o puede ser símbolo de resistencia; en lugar de dedicárselo a indagar acerca de los presupuestos destinados a salud o educación y el acceso de las mujeres al mundo laboral, la propiedad de la tierra, etc.
Mientras las mujeres experimentan violencia dentro del ámbito familiar y son afectadas por los códigos de honor y purdah (reclusión o segregación sexual) comunitarios; deben, además, enfrentarse a los abusos perpetrados por el régimen talibán, las fuerzas de seguridad internas y armadas externas. Es decir, al androcentrismo de sus comunidades, la militarización, el sistema patriarcal imperial y el capitalismo neoliberal. Masculinidades que han sabido tejer rivalidades y complicidades.
En las últimas semanas, colegas especializadas supieron arrojar luz sobre el proceso en curso y periodistas que recorrieron Afganistán nos acercaron un poco a ese paisaje sociocultural que nos es tan lejano. Lo bueno de las redes sociales e internet es que -a pesar de replicar fake news, fagocitar la opinología y solidaridad hashtag- nos permiten acceder a voces e imágenes que otrora hubiese sido casi imposible. No obstante, debemos sopesar los límites y potencialidades del ciberactivismo como advertir y cuestionar la doble moral que se conmociona con las imágenes de las mujeres y niños/as en los vuelos de evacuación, pero luego rechaza y expulsa a la población refugiada y migrante.
Frente a todas las proclamas y argumentos que han circulado por los medios últimamente, ¿qué más se podría decir? La antropología me enseñó a esquivar las afirmaciones categóricas sin resignar el compromiso social. Me invitó a formular más preguntas que respuestas. Pero la coyuntura me coloca, como académica y feminista, ante una encrucijada. No sé cómo posicionarme o comunicar mis pensares sin caer en eufemismos o la tautológica corrección política mientras que observo atenta y cautelosamente cómo se desenvuelve la realpolitik. Ojalá fuese posible encontrar una hendidura dentro de la encerrona epistémica que nos presentan los esencialismos estigmatizantes, las romantizaciones heroicas y los relativismos o multiculturalismos ingenuos.
Urge evitar atajos y caer en los lugares comunes. Ni la religión o la tradición cultural son la causa sobre explicativa de lo que sucede en Afganistán, ni los feminismos tienen la capacidad de dar respuesta por sí solos a fenómenos y conflictos de tamaña envergadura. El islam es una religión intrínsecamente diversa. Esta característica es parte de su riqueza y complejidad. No podemos pretender que una persona musulmana se convierta en portavoz de su religión, exigiéndole que rinda cuentas por las acciones que otra o un grupo del otro lado del mundo lleve a cabo supuestamente en nombre de ésta. La criminalización de la sexualidad femenina y disidencias, la vulneración de los derechos de la población y persecución de las minorías no son potestad exclusiva de un movimiento islamista; sino, por el contrario, de todo régimen represivo y restrictivo (se pose sobre una matriz religiosa, nacionalista, étnica, cultural, neoconservadora, etc). Si Oriente y el islam no son monolíticos ni sinónimos, Occidente y el feminismo tampoco lo son.
(Télam)
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