A cinco años de la final de la Copa del Mundo jugada en el Maracaná se vuelve poco menos que imposible eludir ese tipo de melancolía que ataca de frente y de costado: por un wing, lo que pudo haber sido y no fue y por el otro wing la certeza de que pasará mucho tiempo antes de que la Selección Argentina vuelva a pisar jardines mayores.

Bien mirado, entonces, y en clave de pretendida humorada, bien podríamos exclamar: ¡qué bien estábamos cuando estábamos mal!

Puesto que la generación del esplendor de Lionel Messi y sus interlocutores de entonces, “sus amigos” en vulgata sarcástica, ha sufrido el golpe de haber perdido tres finales consecutivas sin que sea justo desconocer una verdad igual de tautológica que digna de ponderación: que para llegar hasta ahí fue menester haber acumulado méritos.

Ni hablar a la luz de los sucesos de las Eliminatorias de Rusia 2018, del Mundial propiamente dicho y de estos mismos días, cuando en medio de un tobogán sin remedio la estación terminal de las aspiraciones se expresa en jugar de igual a igual con Brasil, terminar terceros en la Copa América y denunciar una conjura de fuentes variopintas.

Nada más lejos que sugerir que la Selección que rozó la conquista del Mundial de Brasil había aprobado con notas altas el consabido examen de los fiscales de la Estética, de todo eso que en la jerga futbolera se da en llamar “enamorar” o “llenar los ojos”, pero sí es incontratable que siendo el fútbol, como es, un deporte de competencia directa, alcanzó regularidad positiva, contra adversarios calificados y en el alto nivel.

Desde esa perspectiva no estará de más recordar que la primera fase se pasó sin apremios, que a falta de inventiva y poder de fuego en octavos, cuartos y semis se compensó con estructura colectiva, solidez y corazón templado, y que al final de cuentas, por contradictorio que parezca, el mejor partido se jugó con el adversario que resultó campeón.

Y marcándole el paso en muchos de los 120 minutos.

Sí, con la mismísima Alemania que venía de humillar a Brasil en el Mineirao y después de sudar la gota gorda en San Pablo, con Holanda, el día que Chiquito Romero se convirtió en héroe por decreto, arenga y premonición de Javier Mascherano.

A la distancia de cinco almanaques, entre las muchas lupas posibles el autor de estas líneas se queda con tres:

Uno: la Selección Argentina en general y Messi en particular dejaron o vieron escapar una oportunidad de las que ni se le hubieran ocurrido al crack de la literatura fantástica, Ray Bradbury, en caso de ser argentino y futbolero: ¡ganar un Mundial en Brasil!

Dos: el desenlace merece una página en el Libro del Tango Fatal Argentino: entre Messi, el Kun Agüero y Pipita Higuaín han convertido cerca de 1400 goles, 140 con la camiseta albiceleste, pero ninguno a la hora señalada en el Maracaná, sin contar las 227 veces que anotó Rodrigo Palacio, destinatario del hiriente apodo de “Era por abajo”.

Tres: los analizadores astrales considerarían elemental la coronación de Alemania con el 100 por 100 de los planetas alineados: el gol fue obra de Mario Götze, un suplente asistido por otro suplente, André Schürrle, que había reemplazado Christoph Kramer, uno que no iba a jugar y fue incluido de apuro en lugar de Sami Khedira, lesionado en el calentamiento previo.

¿En qué andan hoy los subcampeones?

Chiquito Romero y Marcos Rojos son suplentes en el Manchester United; Mascherano y Ezequiel Lavezzi gozan de una jubilación de privilegio en el Hebei Fortune de China; Pablo Zabaleta juega en el anodino West Ham y Lucas Biglia en Milan; Enzo Pérez está en River, Ezequiel Garay viene de ganar la Copa del Rey con Valencia, Higuaín está en la Juve pero le buscan destino, Fernando Gago con sus mil lesiones a cuestas ha firmado con Vélez y Palacio sigue en Bologna.

De Messi y Agüero huelga abundar, tienen la casa repleta de laureles (del Barsa y del Manchester City), y Martín Demichelis, por esas cosas raras de la vida trabaja en las divisiones menores del Bayern Münich, el club cuya base alumbró la victoria alemana y la desdicha criolla.

Alejandro Sabella, que no ha vuelto a dirigir, ha sabido confesar que nunca ha vuelto a ver la final del 13 de julio de 2014, ni querrá, porque para él, así como para millones y millones de argentinos, hay heridas que no cierran y sangran todavía. (Télam)